La distracción


Sigo a la gente en las calles del centro. Desde que salen del metro o de una tienda de ropa hasta que llegan a un sitio determinado, puede ser un paradero o un inmueble, lo importante es que haya una puerta que funcione como límite para mi persecución, ahí se termina el acoso secreto, luego de eso me vuelvo a casa, y olvido al perseguido. Evito siempre, eso sí, que ellos se enteren de que los sigo. Salgo del trabajo a eso de las cinco de la tarde y a las cinco y media o un cuarto para las seis ya estoy instalado en pleno paseo Ahumada esperando a que alguien me llame la atención, alguien que se merezca que lo siga por ahí hasta sus circunstanciales destinos.

No hay un patrón particular de personas a las que me gusta seguir, realmente puede ser cualquiera, incluso un niño. Animales eso sí, no. Sobre todo perros, cuando he intentado seguir un perro por las calles del centro, al poco rato éste es el que me está siguiendo a mí y se vuelve aburrido y eterno ya que como no tienen un lugar determinado a donde ir, si no que se guían por las condiciones de su hambre y de su instinto, acabo aburridísimo en una plaza cualquiera a las once y media de la noche con el perro mirándome fijamente a los ojos y moviendo la cola logrando que me irrite y me frustre por mi mala elección. ¿Palomas? Es peor, ellas vuelan y yo no. Lo concreto es que decidí seguir personas al poco tiempo de tener esta práctica.

Así fue como un día cualquiera, tan cualquiera que no recuerdo qué día era, en que además estaba dudando por un momento el quedarme en el centro a seguir a alguna persona, me senté al lado de una mujer en una banca del paseo peatonal a evaluar mi inminente regreso a casa. Hablaba por teléfono muy apresuradamente y moviendo las manos para apoyarse, pero cuando ella cortó su teléfono celular podría haber seguido siendo para mí una oficinista más, saliendo de su trabajo y caminando por el paseo Ahumada a las seis de la tarde. “Trabajo hasta tarde hoy, así que no me esperen”, dijo antes de cortar. Escuché atentamente, esa frase que fue pronunciada con un tono exquisito de mentira manoseada, que todos reconocemos, y que nos hacemos los huevones, y que a lo mejor nos vuelve más fuertes; esa frase me incitó a mirarla.

Por supuesto dejé de evaluar mi regreso a casa inmediatamente y a pocos metros de distancia luego de la banca que la acogía hace un instante, me paré tranquilamente y la seguí. Se fue por la Alameda, y aunque costaba mucho por la cantidad de gente que anda a esa hora, me mantenía a media distancia. La observé, a pesar de que a veces se entremezclaba con otras oficinistas más que me lograban confundir, ella caminaba firme. Quise detenerme porque me acercaba peligrosamente, y leí los diarios en una esquina, había explotado algo en algún edificio de alguna parte del mundo, decía un matutino en el kiosco. Retomé mi persecución en un momento.

Mientras íbamos a la altura de la Biblioteca Nacional yo empecé a jugar imaginándola con esa otra persona que estaría esperándola en un bar o en una esquina más allá. ¡Ah!, me dije hasta las actividades clandestinas de las personas de esta ciudad pueden ser predecibles. Una historia típica, pensé, él: el jefe, ella: la secretaria, él con unos cuarenta años, ella unos treinta y dos, todos en la oficina lo sabían de forma secreta, de miradas cómplices, de cuchicheos por los pasillos.

Mientras seguía especulando, ella tomó calle Lastarria al lado de un edificio que volvía a ser reconstruido. Seguimos en medio de construcciones antiguas, y gente snob con un caminar particular que tiene la gente del barrio ese. Caminar de sala de teatro, cafés literarios, librerías, cine pequeño de barrio (con películas de una Europa un tanto lejana que ellos la querrían un poco más acá), con películas que duran más de un mes en cartelera, tiendas de ropa exclusiva y airecito a moda. Finalmente tomó una calle interior. Frente a un escondido café-bar ella se sentó en el quinto peldaño de una escalera de piedra que daba a un segundo piso. Yo pasé de largo y me senté en las mesas externas del café. Pedí un expreso y me puse a esperar a su amante secreto. Sí, tan necesario a veces, (amantes: el deseo implacable de desprenderse del mundo por un instante), con ellos podemos defendernos de tanto trámite y tarjeta.

Pasó media hora y nadie llegaba, su cara era más bien tranquila. Miraba hacia las ventanas, hacia al cielo o la luna que se asomaba. Apoyó su hombro izquierdo a la pared, se arregló el pelo. Y de pronto poco a poco, para mí, empezó a transformarse de producto del mercado laboral envuelta en un living de oficina y marido y mujer, reflejo en la vidriera de un banco, en fin, a una mujer que en su postura simple y libre me hacía replantearme mi juego de prejuicio social, (el tropiezo como indicador de tanta estupidez). Podía verle la entrepierna de vez en cuando, talvez podría tener piel, labios, lengua y saliva, pensé. Qué podía hacer yo entonces, más que mirarla hasta que me viera, hasta que entienda que la comenzaba desear, así, y ahora en un juego indefinido.

Mi biblia son las palabras, por eso la miraba, porque esta biblia no me daba respuesta coherente. Porque todavía los ojos veían a una mujer tan de inconsciente colectivo, de modernidad monótona, de secreto escondido, de cuerpo clandestino, de vidrio empañado por decencia. Y por otro lado esperaba la metamorfosis de una ninfa dormida.

Empinaba un trago del café cuando de pronto, muy despacio sus pupilas apuntaron en dirección a las mías, y se volvieron fijas. Mientras me miraba dejaba caer su cabeza lentamente hacia el costado izquierdo, y yo casi simultáneamente dejaba caer la mía hacia el derecho. Y con expresión de “Monalisa” esperaba que me dijera algo con esos ojos de cristal de catedral que alcancé a notar a pesar de la distancia.

No sé cuánto tiempo fue desde que nos empezamos a mirar, pero la tacita ya se me había enfriado, cuando de pronto, manteniendo la mirada, ella se paró y empezó a bajar. Primero la pierna izquierda, luego la derecha, y así mientras yo sacaba un billete y lo dejaba en la mesa, también sin dejar de mirarla.

Cuando ella prendió un cigarro, yo bebí el último trago del café, completamente frío, y me paré. Crucé la pequeña callejuela de frente hacia ella.

Ojo con ojo en mitad de la vereda, botó el cigarro con pocas fumadas y sin pronunciar palabra me besó estrepitosamente. Me mordió inmediatamente y me tocó el bulto que se erguía en mi entrepierna. Me llevó casi corriendo y sin palabras a unos estacionamientos a medio piso y claroscuros media cuadra más allá.

No hablábamos, me tiraba de la mano y no hablábamos. Ella empezó a bajarme el cierre con besos en el cuello pasando la lengua tibia, y yo respondía apretándole la cintura y bajando mis manos por sus piernas hasta levantarle la falda corta de secretaria frígida. Ella se bajó la pantymedia y los calzones. La senté arriba de los estantes de los medidores de agua al momento que esparcíamos la ropa por todos lados a modo de chaya de cualquier carnaval boliviano. La penetré y ella me hundía, me hacía pasarle mis manos por los pechos blandos y sedientos de saliva. Sobre todo me obligaba a pasarle la mano por la cara, dejando descubiertos solo los ojos que no dejaban de mirarme. La penetraba como niño obsesivo, le mordía los pezones como se hacen con los labios y la lengua. La tomé de las nalgas heladas por el cemento para levantarla, ella me rodeaba con las piernas, se aferraba. Nos dimos vuelta mirándonos sin cesar y ahora era yo el que estaba sentado en el estante de cemento. Ella se montó y saltó fuerte con las rodillas descubiertas, rompiéndose, sacándose sangre, qué más daba, después diría una mentira más para vencer la presión, mentir seguro era más normal que todo. Sin dejar de mirarme, con sus manos en mis hombros y mientras sus uñas se enterraban en mi espalda, empezó con esos pequeñísimos quejidos, preámbulos del orgasmo. Mi excitación se elevó. Salta, entro y salgo y luego el grito, desgarrado, como si fuera el último grito de la historia, así, lleno de olores químico ambientales, pantalla de computador, la casilla llena de mail, luz de tubo fluorescente, represión y cinismo cotidiano que escapaba de su cuerpo, explotaba con su cuerpo y la dejaba tranquila. Apoyó su frente con la mía, respirando rápido y con la boca abierta, me miraba, tenía los labios rojos, la lengua hacia dentro. Yo respondía sin saber qué era lo que sucedía, también agitado, con iris y pupila y tubo de escape para su combustión interna.

Luego de un minuto se paró sin dejar de mirarme, empezó a recoger su ropa y me veía, se vistió lentamente y me veía, pasaba sus manos por las telas de su ropa como si las consolara. Se acercó, me tomó la mano y me hizo tocarle la cara, titubeé algo que no me permitió decir, al mismo tiempo, su mano lo hacía con la mía. Y en un momento casi sin darme cuenta nos cerramos los ojos. Sonaba una sirena a lo lejos, a pesar de ello no había mayor ruido, una ventana casi en frente había apagado las luces y esa mujer que ha grabado sus dedos en mis hombros, guardaba lentamente una flor que se le había caído mientras comenzó todo.

Los mantuve cerrados por un momento mientras volvía a la respiración regulada. Al abrirlos ella había tomado su camino y ya casi se perdía por entre los edificios, a la distancia se le veía la espalda, su falda corta despertadora de prejuicios, se tomaba el pelo despacio húmedo de sudor. Seguramente, en su rostro, la boca sin pintura ya, porque la había botado en los labios de un imbécil y desconocido que miraba con cara de idiota. Labios que necesitaban ser pintados nuevamente para que su boca quede lista para hablar con el mundo, a través de las palabras que se caen de la garganta, fingiendo ser alguien que trabaja mucho, con una vida discreta y tranquila, como mucha gente que camina por el paseo Ahumada a las seis de la tarde.

Comentarios

  1. Al principio, cuando comenze a leer , sentia que era quien realizaba la persecusion. Antes me encantaba hacer eso. Creo que permite descubrir a la persona, y deja en evidencia aquel fingir, tan comun. Ademas de todo lo que imaginas en el momento , que va creando mas y mas historia, derepente puedes llegar a ser el otro , otras solo eres un momento. Eso me hace sentir lo que escribiste , que solo fue un momento, un revelar parte de quien es cada uno.
    Pero al final, perdura lo efimero y vuelven los trajes.

    pd: me pregunto por la flor , en el otro cuento tambien esta :)

    Nos vemos!

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