La Salida


“Entro. Una mano en la pistola y la otra a punto de bajarme el pasamontañas” Ramírez anota cada uno de los detalles para la noche del jueves, sentía como si estuviese diseñando una fórmula perfecta. “El viejo cierra todos los días sagradamente a las doce y media, me cercioro de que no hayan clientes. Si los hay, quiere decir que se demorará en cerrar, entonces espero en frente detrás del árbol grande, delante de la casa rosada (en esas situaciones empiezas a oler el polvo en la oscuridad). Lo importante es que el local esté solo, ahí me bajo el gorro pasamontañas justo un momento antes de entrar. Tomo la pistola, la saco fuera y lo apunto directo a la frente, no sería la primera vez que apunto a alguien. Le exijo el dinero, (necesito tan poco), con lo de la caja creo que me bastará (he sabido que a diario recauda alrededor de ochocientos cincuenta, no está mal). Lo amarro, dejo cerrado el local aunque sin candado, y me voy por la calle lateral, la que da a Cumming. Al otro día a primera hora pago mi cuenta, y tomo el bus rumbo a Buenos Aires.”

Ramírez siente que lo tiene todo planeado, que no hay ningún detalle que se le escapa. Él sólo es un ladrón de circunstancias. Lo ha hecho una vez, aunque en su intimidad siente que son dos, por esa vez cuando a los doce años obligó a una niña a darle todo el dinero que llevaba. La frase la había sacado de una película doblada en alguna empresa mexicana, “dame todo el dinero que tienes”, le dijo apuntándola con una honda directo a la cara. Todo era para reponer una plata de su mamá que se había gastado en los flippers en vez de comprar pan y palta para la once. El otro prefería no recordarlo. Digamos que un robo es aquel que se planea, se decía Ramírez en la intimidad. Aquel que consta de objetivos claros, de métodos calculados con anterioridad. El resto es delincuencia irracional.

Era martes y todo estaba planeado para el jueves. Vivía en una pensión cerca del lugar del atraco, sin embargo no era muy conocido por el barrio. Había llegado dos meses antes desde Villa Alemana. Su padre era militar y él un día ya no lo soportó más y se fue de la casa. Tenía una relación volátil con la realidad, aunque cuando había de ser concreto, Ramírez era capaz de destruir montañas con tal de lograr ciertos objetivos. Su pragmatismo lo llevaba a depurar de sus prioridades las cosas en las que realmente debía de ocuparse, lo que trascendería realmente, eso para él tenía sentido. Nunca le dio importancia, por ejemplo, a lavar los platos sucios inmediatamente después de comer, pero cuando se acordaba que había que hacerlo y los lavaba, su trabajo era el más minucioso que el de todos aquellos que en el mundo lavaban platos en ese mismo momento. Se imaginaba que los bichos que habitaban en la suciedad, y sobre todo en los restos de comida, eran inmortales e inteligentes como nadie, y él se proponía vencerlos. Solo con éste ejercicio se sentía seguro de su labor.

Salía poco de su pieza, era silencioso, pareciera que preparaba el asalto desde hace mucho más tiempo, desde que apenas había llegado, porque daba la impresión de siempre haber tomado las precauciones necesarias. Le gustaba pensar que él vivía en la víspera de una gran batalla.

En la tarde del martes arregló un par de cosas en su mochila de viaje y dejó casi todo listo, al otro día le aguardaría solo limpiar la pieza antes de que procediera con su plan.

A eso de las seis salió a reunirse con Sebastián Huidobro, un tipo al que conoció en Valparaíso tres años antes. Gracias a Gonzalo (delincuente conocido del Cerro Barón y muy amigo de Ramírez) logró hacerse un conocido respetable de Huidobro. Conversaron y brindaron esa noche, y a Sebastián jamás se le olvidó su rostro. Con él, precisamente, arregló la obtención del revolver. Debían de juntarse a las seis y cuarto de la tarde en Hurtado Rodríguez -(calle silenciosa, de casas de principios del mil novecientos)- en la esquina con Compañía. Haría la entrega ahí porque le gustaba el barrio, además por el silencio. Por suerte para Ramírez quedaba cerca. Así que un poco antes de las seis de la tarde de ese mismo martes emprendió camino hacia la búsqueda del revolver.

El trámite fue corto y ya a las seis y media Ramírez estaba trotando en el parque Quinta Normal. Arma en la cartuchera, trotó por el parque pensando en las posibilidades no contempladas para la noche del jueves, de lo que debía hacer al día siguiente para que su escape a Argentina sea sin contratiempos, de lo tranquilo que estaría cuando ya esté liberado de su deuda. En medio del parque divisó a la niña que atendía el local que atacaría, era la hija del dueño. Se tapó la cara como pudo, hizo como que le picaba la nariz y se rascó con la palma, agachó la cabeza, y de esa forma evitó mostrar su cara. La niña ni siquiera lo miró, suerte, se dijo. Trataba de no pensar en que portaba un arma, nunca le habían gustado, su padre las amaba. Así que mientras trotaba, pensó en su vida, en su madre, su hermana más chica, su padre, su rigidez y su maldita manera de mirar como diciéndote que lo que opinas está errado por el sólo hecho que era él quién lo decía. Ramírez era igual de rígido que su padre, sabía que tenía que hacer todo de manera correcta, que era necesario hacerlo bien. Preferiría no hacer lo del jueves, él lo sabe y es conciente, le duelen los actos indispensables. Es preciso hacer lo del jueves, pensaba, no existe otra salida, un acto que odia y necesita, que lo hace reposicionarse sobre sí mismo. No era un juicio de valor, no lo entendía como que era bueno o como que da lo mismo, o como que es malo pero desesperadamente irracional. No, la verdad pensaba que era una ecuación, una fórmula única para obtener los resultados que esperaba. Y no era indiferente ante eso, le dolía de manera violenta, porque como se sabe le duelen los actos indispensables, eso sí, cuando caen en la racionalidad más absoluta, que es el único lugar, creía, donde se acuna la verdadera maldad.

Esa noche durmió nervioso. En la mañana trató de recordar lo que había soñado, pero no lo logró. Su reloj sonó mostrando palpitante la hora, las nueve de la mañana, y en un costado la fecha de color rojo, siete de noviembre, lo miró por un rato y luego lo calló. Tomó un desayuno con huevos y té, eran alrededor de las once de la mañana cuando recibió una llamada a la pensión.

- ¡Señor Ramírez! – Gritó la dueña desde fuera de su habitación – ¡señor Ramírez, tiene teléfono!

-Ya voy.

Pensó en que debía de ser Palacios para advertirle que tenía hasta el viernes para pagarles lo que le debía. Ramírez había pedido prestado dinero a Palacios que hacía de prestamista ilegal, con un interés razonable, éste le había prestado todo lo que cubría las deudas que Ramírez tenía con los bancos. No le gustaba deber y para ello era capaz de cualquier cosa, incluso pedirle dinero a Palacios. Pero una vez efectuado el préstamo se envolvía uno en un círculo del que era muy difícil salir de manera honesta. Por eso lo del jueves, por eso salir temprano en la mañana rumbo a Argentina.

- Hola, loco, ¿cómo estay? – dijo Palacios con aire relajado. No era que él desconfiara de Ramírez, porque, como se sabe, no se trata de confianza, se trata de formas de operar, de criterios a seguir, de no dejar escapar nada, de asegurarse, así son las cosas, Palacios lo había entendido de chico, el “asegurao” le decían a veces, porque preguntaba hasta diez veces una misma cosa y después recién se calmaba. El tono, entonces, no era otra cosa que su manera de hacer sus negocios.

- Bien, bien. Supongo pa que me llamai. Pero no te preocupí, te tengo las lucas a las nueve y media de la mañana del viernes, ¿vale?, ahí donde quedamos el otro día. Tení que ser puntual eso si po weón, porque tengo que hacer algo muy importante a las diez y media; ese día te cuento de que se trata. ¿Me cachai?

- Ya weon oh. No se preocupe, papito, si total a mí es al que más le interesan esas luquitas, ¿o no? Ya oh, chao no más, nos vemos el viernes a las nueve. – dijo Palacios y colgó. Ramírez se mordió el labio.

El resto del día fue planear lo que haría en Argentina. Si iría hasta Uruguay, talvez. Le habían hablado de unas playas cerca de un lugar llamado Maldonado, cerca de Punta del Este en que no se podía construir ni edificios ni calles, era una reserva y lo mantenían lo más intacto posible, decían que sus playas guardaban el aire del naufragio casi intacto. Y él se sentía a la deriva a punto de llegar a una isla desierta. Pensó en que talvez viajaría por América del sur y después iría a Italia. Siempre le había llamado la atención la bota, de Roma a Nápoles. Su segundo apellido era Mazzani, y decían que era de allá, en una de esas se encontraba con un familiar. Estaba alegre Ramirez. Al otro día en la noche debía de dejar de pensar en estupideces, se dijo, y solo deber concentrarse en lo del asalto, maldito asalto, concluía una vez más. Volvió entonces a revisar el plan, se odiaba haciendo eso, pero su comprensión de la dimensión de lo que hacía lo mantenía frío, fuerte. Ni siquiera se cuestionaba que más valía robarle a un comerciante que a un banco. Creía eso profundamente, los bancos tienen el poder, pensaba, y yo con eso no me meto, se decía. Le temía mucho al poder, (recuerda que de chico algunas noches oía conversar a su padre con sus compañeros de trabajo de lo que le hacían a los presos en tiempos de la dictadura, se escondía detrás de la muralla que da al comedor, y los escuchaba hablar, de la corriente, de los golpes). Reducía cada reflexión a los resultados más incomprensibles. No entendía mayormente de política o de filosofía, no leía, así que sus creencias sobre los bancos y el poder era nada más que una tozuda rigidez de su lógica.

Ya en la noche prendió el televisor, buscó un programa que le pareciera lo suficientemente aburrido, e intentó dormir. Le parecía que la ropa de dormir le quedaba incomoda, se la sacó. Le picaba a cada rato cada parte de la espalda, estuvo rascándose por varios minutos. Trató de masturbarse a ver si así se relajaba y se quedaba dormido, no pudo. Se levantó a las dos y cuarto de la mañana sin poder dormir. No puedo estar haciendo esto, se decía, pero no tengo nada más que hacer, rectificaba. Revisó el arma, dio vueltas por la pieza. Le echó un vistazo a la maleta que ya estaba lista para salir el viernes. También revisó el bolsillo de doble fondo donde escondería el dinero restante en el bolso de mano. Tengo que dormir, se dijo, no puedo hacer lo de mañana si me encuentro cansado. Se fumó un pito, pero no fue suficiente. Buscó entre sus medicamentos y encontró un relajante bastante fuerte. Llenó un vaso de agua y se lo tomó. Se tapó bien y se durmió, hasta el otro día, día de la fatalidad, se dijo antes de dormir.
Soñó. Un sueño muy largo tuvo. Aparecía en lugares que simbolizaban un lugar pero físicamente no lo eran. Así se vio mirando el mar desde un cerro en Valparaíso, mirando una ciudad que era el puerto sin ser el verdadero puerto. Caminaba con una niña de la mano, era su hija de casi la misma edad de él, que lo admiraba profundamente, se metían a un café, gente importante lo saludaba. Su hija sacaba una pistola y disparaba contra la gente del lugar, él se sentía manipulado. Es la única forma de volver a verte, le decía su hija, salía corriendo del café y alguien lo acompañaba más adelante. Tení la plata o no, le decía Palacios, es que mi hija le disparó a todos, así que no te la tengo, respondía agitado Ramírez, ¡pero si tu no tení hija hueón!, y Ramírez le disparaba a Palacios. Se metía por unas calles tratando de escapar, y aparecía en Santiago sacando sus maletas, porque el viaje a Argentina lo haría igual, a pesar de haber matado a Palacios. Por más que lo intentaba no lograba llegar al terminal, alguien lo interrumpía en medio del camino, luego la micro que tomaba para llegar se desviaba, sabía que llegando a Argentina la fama y la gloria lo invadirían. Finalmente toma el bus y se sienta mirando al lado de la ventana. En un momento llega a un peaje y suda de temor, en ese momento suena su despertador.

El ruido lo atormenta y se levanta a apagarlo rápidamente. Se debe levantar, busca el desayuno que había dejado preparado, empieza a ponerse su pantalón para ir a trotar como todas las mañanas, son las siete y media, piensa en lo de la noche. No encuentra más que los restos de su desayuno. La señora de la pieza de al lado escucha la radio. Va al baño, que es un baño común de uso genera de la pensión, y se lava la cara, se intenta lavar los dientes pero no encuentra su cepillo, se pregunta si lo habrá guardado ya. Efectivamente, lo tenía guardado en el bolso de mano que tenía preparado para el viaje. En la radio de al lado se escucha una canción, habla del mar Mediterráneo, le pone atención porque desea conocer Italia, y alguien le decía que en la parte del Mediterráneo era lo más lindo de la península. Se sonríe y se retuerce de nervios. Esa noche, esa noche. Vuelve al baño y empiezan las noticias de las ocho, no toma atención hasta que escucha que ha habido un asalto en el centro, espera que no sea el lugar que piensa asaltar él esa noche, ¿cómo tanto?, pensaba riendo, se le destruirían sus planes. Justo pasa la señora de la pieza del lado.

- ¿No supo, mijito? Fue el caballero de la esquina de Cueto con Compañía. –Ramírez piensa que es mentira, no se deja hacer creer- Así es pues joven, anoche vinieron y asaltaron. Se fue con dos millones de pesos, y dijeron que había sido un solo hombre el que lo hizo. Pobre don Eduardo, era joven todavía, ahora la hija va a tener que apechugar solita no más con el negocio.- vieja culiá, pensó de manera rabiosa Ramírez.

Ramírez está perplejo. Se vuelve a la pieza, se le quitaron las ganas de correr, ahora todos los planes se desplomaban, hay otra realidad más hija de puta que esta, se preguntaba, debía de tomar una decisión urgente. Ya eran un cuarto para las nueve, cuando la misma señora le avisa desde afuera de su puerta que ella ya iba a la feria a comprar algunas cosas y quería saber si a él no se le ofrecía algo, no gracias, le dijo con voz tiritona. Golpeó su cama repetidas veces, y sólo daba vueltas por la pieza, Palacios lo iba a matar, y era tan difícil escapar de él. Trató de respirar, se dijo así mismo que otros lugares a esa misma hora cierran igual que el local de la esquina, pero un asalto impulsivo es delincuencia simple, se dijo. Estaba sentado en su cama cuando mira su reloj y ya eran casi las nueve.

¿La feria?, talvez ahí se podía hacer algo. Arrugó la frente en señal de duda, y se volvió a preguntar ¿La feria?, ¿Porqué la señora Lucía iría a la feria?, la feria más cercana, a la que una señora como la señora Lucía podía ir con sus años, se instalaba los viernes, no los jueves. Volvió a mirar su reloj, lo revisó y aunque no lo esperaba, sabía que algo sucedía. Efectivamente, su reloj indicaba que era viernes, se levantó y se miró en el espejo, su cara parecía la de alguien mayor. Pensó en el arma, fue y la revisó, había sido disparada, la dejó caer, estaba sin ni una bala. Empezó a respirar rápido, y miraba a su alrededor. Buscó su bolso de mano y revisó el bolsillo de doble fondo, donde debía echar la plata. Estaba ahí. Lo contó. Era un poco más de dos millones de pesos. Se me borró la conciencia, se dijo.

Había sucedido y no podía recordarlo. Eran las nueve, se acordó de Palacios, debía pagarle. El mínimo de duda residía en la posibilidad de que Palacios no estuviese en el lugar citado, pero ya el dinero estaba en su poder así que no había como negar su acto. Tomó un taxi con todas sus cosas y se dirigió al lugar donde debían reunirse, era cerca, alrededor de ocho cuadras.

Llegó diez minutos tarde y sin embargo ahí lo esperaba con dos tipos, Ramírez supuso que armados totalmente.

- Menos mal que llegaste. – dijo Palacios bastante serio – ya estaba asustado. Que te pasó hueón oh!, vo’ mismo me dijiste que fuera puntual y después llegai tarde. – por fin se ríe.

- Tuve un último percance… acá te tengo la plata, no te preocupí.

Palacios se acercó al oído de Ramírez mientras recibía el sobre con la plata. Le dijo en voz baja:
- ¿Fuiste tú el que se tiró al viejo anoche?

Ramírez lo miró unos segundos directo a los ojos. Guardó un silencio delator, dominante, frente a una sonrisa cómplice de Palacios. Le estrechó la mano. Se despidieron sin ni una palabra. Palacios mientras se volvía a su casa, pensó en el orgullo.

Llegó un poco después de la hora citada a tomar el bus que ya estaba instalado. Guardó sus maletas, cambió un poco de plata por moneda argentina, y se subió al bus. Salió a las diez y media en punto. Estaba nervioso, miró el paisaje del norte de Santiago, pensó en cómo se iban introduciendo a los cerros. Trataba de no pensar, escuchaba su corazón bastante rápido. La muralla de Los Andes, se dijo, y luego selló bien el bolsillo de doble fondo de su bolso. Subía por las curvas antes de pasar el túnel que los deja entrar al otro lado de la muralla. No tenía ni hambre ni sueño, así que el nerviosismo se intensificaba. Los tiras son rápidos, ojalá que no tanto, se decía, deja de pensar es mejor así. Pasaron el túnel y entraron a la aduana que está del otro lado. En cada mirada que hacía al aduanero sentía que se delataba, se delataba de algo que no lograba recordar, algo que él podría jurar ante Dios que nunca lo hizo, se mantenía como un inocente absoluto en su memoria. La inocencia tiene que ver con recordar, se dijo. La realidad invade a tal punto al hombre que, secretamente, los hechos tratan de convencerlo. Pero el olvido, la memoria. El primer timbre en el pasaporte, el chileno, y luego el timbre argentino, después la revisión de bolsos de mano junto con las maletas. Una joven aduanera argentina lo mira sonriente con el desodorante de Ramírez en la mano. Ah! Sí, me gusta usar desodorante de mujer, huelen mejor, siempre las mujeres huelen mejor, le dice sin reconocerse y la muchacha se sonríe mientras revisa el bolso. Antes de subir nuevamente al bus, miró las montañas, la nieve y la extensión del otro lado. Respiró fuerte y se fue a sentar. Apoyó su cabeza en la ventana. Se reía de todos, de sí mismo, de la altura en que estaba, de Italia, de su memoria. El bus empezó su marcha en medio de la imponencia de las montañas y él se fue quedando dormido, por fin tengo sueño, sonrió. Antes de volver a soñar alcanzó a leer un cartel a la orilla de la carretera, Bienvenido a la República Argentina. Muchas gracias, respondió al cartel en voz alta. Ahora su sueño era verdaderamente profundo.

Comentarios

  1. weno weno... está bien, me gustó. Muy bueo el sueño que hace además de pasaje entre el tiempo lento que domina la primera parte del relato y la segundo, que se pone todo en cámara lenta...

    Bueno... muy personalmente reduciría a lo mejor un poco en la primera parte... es como una sensación, se alarga, ta bien igual en todo caso, si el cuento es redondito, pero me dejó esa sensación... alguno que otro detalle muy muy menor pero ya son cosas de estilo y ponerse cosquilloso.

    En fin, weno el cuento! a seguir escribiendo no más ahora!

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  2. Me gustó mucho tuve lindos momentos al recordar valparaíso, argentina, el paso etc.. y porsupuesto Uruguay que llegaré.. cuando? no lo sé pero llegaré...


    TAMY

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